EL POR QUÉ DE
LAS GUERRAS
Albert
Einstein
“Estimado profesor Freud:
La propuesta de la Liga de
las Naciones y de su Instituto Internacional de Cooperación Intelectual en
París para que invite a alguien, elegido por mí mismo, a un franco intercambio
de ideas sobre cualquier problema que yo desee escoger me brinda una muy grata
oportunidad de debatir con usted una cuestión que, tal como están ahora
las cosas, parece el más imperioso de todos los problemas que la civilización
debe enfrentar. El problema es este: ¿Hay algún camino para evitar a la
humanidad los estragos de la guerra? Es bien sabido que, con el avance de la
ciencia moderna, este ha pasado a ser un asunto de vida o muerte para la
civilización tal cual la conocemos; sin embargo, pese al empeño que se ha
puesto, todo intento de darle solución ha terminado en un lamentable fracaso.
Creo, además, que aquellos
que tienen por deber abordar profesional y prácticamente el problema no hacen
sino percatarse cada vez más de su impotencia para ello, y albergan ahora un intenso
anhelo de conocer las opiniones de quienes, absorbidos en el quehacer
científico, pueden ver los problemas del mundo con la perspectiva que la
distancia ofrece. En lo que a mí atañe, el objetivo normal de mi pensamiento no
me hace penetrar las oscuridades de la voluntad y el sentimiento humanos. Así
pues, en la indagación que ahora se nos ha propuesto, poco puedo hacer más allá
de tratar de aclarar la cuestión y, despejando las soluciones más obvias,
permitir que usted ilumine el problema con la luz de su vasto saber acerca de
la vida pulsional del hombre. Hay ciertos obstáculos psicológicos cuya
presencia puede borrosamente vislumbrar un lego en las ciencias del alma, pero
cuyas interrelaciones y vicisitudes es incapaz de imaginar; estoy seguro de que
usted podrá sugerir métodos educativos, más o menos ajenos al ámbito de la
política, para eliminar esos obstáculos.
Siendo inmune a las
inclinaciones nacionalistas, veo personalmente una manera siempre de tratar el
aspecto superficial (o sea, administrativo) del problema: la creación, con el
consenso internacional, de un cuerpo legislativo y judicial para dirimir
cualquier conflicto que surgiere entre las naciones. Cada nación debería
avenirse a respetar las órdenes emanadas de este cuerpo legislativo, someter
toda disputa a su decisión, aceptar sin reserva sus dictámenes y llevar a cabo
cualquier medida que el tribunal estimare necesaria para la ejecución de sus
decretos. Pero aquí, de entrada, me enfrento con una dificultad; un tribunal es
una institución humana que, en la medida en que el poder que posee resulta
insuficiente para hacer cumplir sus veredictos, es tanto más propenso a que
estos últimos sean desvirtuados por presión extrajudicial. Este es un hecho que
debemos tener en cuenta; el derecho y el poder van inevitablemente de la mano,
y las decisiones jurídicas se aproximan más a la justicia ideal que demanda
la comunidad (en cuyo nombre e interés se pronuncias dichos veredictos) en
tanto y en cuanto esta tenga un poder efectivo para exigir respeto a su ideal
jurídico. Pero en la actualidad estamos lejos de poseer una organización
supranacional competente para emitir veredictos de autoridad incontestable
e imponer el acatamiento absoluto a la ejecución de estos. Me veo llevado, de
tal modo, a mi primer axioma: el logro de seguridad internacional implica la
renuncia incondicional, en una cierta medida, de todas las naciones a su
libertad de acción, vale decir, a su soberanía, y está claro fuera de toda duda
que ningún otro camino puede conducir a esa seguridad.
El escaso éxito que
tuvieron, pese a su evidente honestidad, todos los esfuerzos realizados en la
última década para alcanzar esta meta no deja lugar a dudas de que hay en juego
fuertes factores psicológicos, que paralizan tales esfuerzos. No hay que andar
mucho para descubrir algunos de esos factores. El afán de poder que caracteriza
a la clase gobernante de todas las naciones es hostil a cualquier limitación de
la soberanía nacional. Este hambre de poder político suele medrar gracias a las
actividades de otro grupo guiado por aspiraciones puramente mercenarias,
económicas. Pienso especialmente en este pequeño pero resuelto grupo, activo en
toda nación, compuesto de individuos que, indiferentes a las
consideraciones y moderaciones sociales, ven en la guerra, en la fabricación y
venta de armamentos, nada más que una ocasión para favorecer sus intereses
particulares y extender su autoridad personal.
Ahora bien, reconocer este
hecho obvio no es sino el primer paso hacia una apreciación del actual estado
de cosas. Otra cuestión se impone de inmediato: ¿Cómo es posible que esta
pequeña camarilla someta al servicio de sus ambiciones la voluntad de la
mayoría, para la cual el estado de guerra representa pérdidas y sufrimientos?
(Al referirme a la mayoría, no excluyo a los soldados de todo rango que han
elegido la guerra como profesión en la creencia de que con su servicio
defienden los más altos intereses de la raza y de que el ataque es a menudo el
mejor método de defensa.) Una respuesta evidente a esta pregunta parecería ser
que la minoría, la clase dominante hoy, tiene bajo su influencia las escuelas y
la prensa, y por lo general también la iglesia. Esto les permite organizar y
gobernar las emociones de las masas, y convertirlas en su instrumento.
Sin embargo, ni aun esta
respuesta proporciona una solución completa. De ella surge esta otra
pregunta: ¿Cómo es que estos procedimientos lograr despertar en los hombres tan
salvaje entusiasmo, hasta llevarlos a sacrificar su vida? Sólo hay una contestación
posible: porque el hombre tiene dentro de sí un apetito de odio y destrucción.
En épocas normales esta pasión existe en estado latente, y únicamente emerge en
circunstancias inusuales; pero es relativamente sencillo ponerla en juego y
exaltarla hasta el poder de una psicosis colectiva. Aquí radica, tal vez, el
quid de todo el complejo de factores que estamos considerando, un enigma
que el experto en el conocimiento de las pulsiones humanas puede resolver.
Y así llegamos a nuestro
último interrogante: ¿Es posible controlar la evolución mental del
hombre como para ponerlo a salvo de las psicosis del odio y la
destructividad? En modo alguno pienso aquí solamente en las llamadas “masas
iletradas”. La experiencia prueba que es más bien la llamada “intelectualidad”
la más proclive a estas desastrosas sugestiones colectivas, ya que el
intelectual no tiene contacto directo con la vida al desnudo, sino que se topa
con esta en su forma sintética más sencilla: sobre la página impresa.
Para terminar: hasta ahora
sólo me he referido a las guerras entre naciones, a lo que se conoce como conflictos internacionales. Pero sé muy bien que la
pulsión agresiva opera bajo otras formas y en otras circunstancias. (Pienso en
las guerras civiles, por ejemplo, que antaño se debían al fervor religioso,
pero en nuestros días a factores sociales; o, también, en la persecución de las
minorías raciales.) No obstante, mi insistencia en la forma más típica, cruel y
extravagante de conflicto entre los hombres ha sido deliberada, pues en este
caso tenemos la mejor oportunidad de descubrir la manera y los medios de tornar
imposibles todos los conflictos armados.
Sé que en sus escritos podemos hallar
respuestas, explícitas o tácitas, a todos los aspectos de este urgente y
absorbente problema. Pero sería para todos nosotros un gran servicio que usted
expusiese el problema de la paz mundial a la luz de sus descubrimientos más
recientes, porque esa exposición podría muy bien marcar el camino para nuevos y
fructíferos modos de acción.
Muy atentamente, Albert Einstein”
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